El paisaje de Cazorla

Cazorla desde los Merenderos
El paisaje de Cazorla no es solo el estremecido y romántico de la Sierra; junto a ella se extiende un manto inmenso de olivares, que son el elemento desdeñado del paisaje.
Según D. Arcadio Martínez, el que fuera licenciado en derecho, la Sierra tiene sobre el olivar la gran ventaja de ofrecer pretexto para ciertas sensualidades que contribuyen a su prestigio, aunque quedan al margen de apreciación estética.
Sierras y olivares hay en todas partes; pero solo en su conjunción nace el sentido que mutuamente se dan y se potencian. El borbotón de energía que se escapa de la Sierra, no tiene ya una imprecisa ruta aérea; el olivar, encauzando por las venas de sus hileras ese empujón de anhelos hacia difusas lejanías y vagos infinitos, convierte la fuerza en forma y el éxtasis en una concreta posesión.
Cazorla desde las huertas de San Isicio
Ese es el paisaje que podemos llamar nuestro. En su centro, prendiéndose a sus dos alas para fundirlo en un eterno equilibrio, está Cazorla, peraltada en las laderas de tres peñas con el crestón de piedra de sus cumbres brillando en reflejos plateados. Los huertos y los jardines se derraman entre la albura de las casas con un resplandor de gemas verdes, y las torres, henchidas de interior claridad, aparecen doradas y blandamente enhiestas en el rayo de luz que las traspasa. El río hiende el paisaje en una hoz sonora. El castillo en su alcor, con las cuatro esquinas desmayadas en un plinto de ruinas sumergidas en la yedra, se levanta aún, como recuerdo de sí mismo, con un gesto cuadrado erizado de almenas.
Cazorla casi tapada por los pinos
En las huertas ribereñas, el boscaje suena bajo el viento con un largo rumor; las laderas se abren en cauces imprevistos por los que se rompe en un latido de espumas el corazón de cristal del agua. Y los olivares se extienden hasta el remoto confín del horizonte, donde vuelven a alzarse las cumbres esfumadas por la lejanía en un tenue soplo azul.

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